Publi? le 9 de junio de 2011 dans Izquierda comunista
En 1954, G. Munis (a la derecha) y su compañero,
Jaime Fernandez, están detenidos a la Penitenciaría "El Dueso" en Cantabria (España).
Queremos resaltar aquí las aportaciones del pensamiento de Munis a las características del sistema capitalista mundial que le era contemporáneo y sus consecuencias para una auténtica lucha de clases revolucionaria. Ahora bien, insistiremos, como él mismo lo hacía, en el hecho que las ideas no provienen única y exclusivamente del cerebro de quien las plasma por escrito, sino que es expresión de la propia lucha de clases y de los numerosos debates entre los compañeros de lucha más afines.
Nacido antes de la Primera Guerra Mundial, sus orígenes como teórico de la revolución se hallan en el movimiento trotskista en tanto que corriente internacional que se opuso, al principio, a la degeneración de la revolución rusa (premisa de la revolución mundial) y a su transformación en contrarrevolución stalinista. En esa oposición participó plenamente, con cargos dirigentes, durante y después del movimiento revolucionario en España en 1936. En y de este movimiento práctico sacó conclusiones que le llevaron a una revisión y a una crítica de los principales postulados del trotskismo, poniendo en tela de juicio la mayoría de los últimos escritos políticos del propio León Trotsky. Pero su ruptura definitiva con la IVa Internacional trotskista no se debió fundamentalmente a sus planteamientos a-dogmáticos que le permitieron romper con ideas muertas, provengan de Marx, de Lenin o de Trotsky, sino a la traición por parte de esta Internacional del internacionalismo proletario durante la Segunda Guerra Mundial. Para Munis, el internacionalismo proletario define una frontera de clase infranqueable para situarse del lado de la revolución comunista mundial contra el capitalismo a la misma escala.
Tras la derrota de la revolución en España y durante la Segunda Guerra Mundial, Munis afinó el arma de la crítica, e hizo lo que el propio León Trotsky aconsejaba hacer si durante o inmediatamente después de la segunda carnicería mundial, el proletariado, a la misma escala, no se constituía en clase revolucionaria insurrecta, presta a destruir el Estado capitalista. No lo hizo poniendo en cuestión a la lucha de clases como motor de la historia, sino reafirmándola como tal.
Un movimiento proletario de gran envergadura siempre ha sido, para los comunistas auténticos, el momento cumbre del aprendizaje de la revolución. En sí, vale mil veces los mejores textos que hasta entonces se habían escrito, porque hace resaltar lo bueno y lo obsoleto que contienen. Una experiencia práctica y vivida hace estallar en mil añicos las barreras y los límites que las situaciones de retroceso revolucionario, de estancamiento y de paz social imponen obligatoriamente, incluso a los más avanzados de los revolucionarios. Son momentos en los que la teoría revolucionaria se somete a la verificación práctica, y en los que ésta revierte positivamente sobre aquella.
Munis, claro está, no escapa a esta regla. De su experiencia en 1936 en España sacó conclusiones de gran transcendencia. Más todavía cuando la comparó con la gran revolución rusa que había estudiado con la misma pasión que muchos jóvenes de su generación. Su análisis crítico de la revolución y contrarrevolución en Rusia (léase Partido-Estado, Stalinismo, Revolución en el primer tomo de las obras completas, Muñoz Moya editores Extremeños), no hubiera podido probablemente ser tan mordaz de no haber vivido y respirado la España revolucionaria de 1936-37. Marx y Engels, tras la experiencia de la Comuna de París, reconsideraron su posición sobre el Estado. Ya no se trataba para ellos de conquistar el poder de la vieja máquina estatal, sino de destruirla. Munis saca otra conclusión de las experiencias rusa y española. Una vez destruido el Estado capitalista, en tanto que organización policiaco-militar de la clase dominante para defender sus intereses, el poder centralizado del proletariado, llámese Estado obrero o Semi-Estado, no puede ser el organizador del comunismo, menos todavía si el proletariado no apunta, para destruirlos, desde los primeros días de la revolución, allí donde la esté realizando, el trabajo asalariado y la ley del valor. Su papel sólo puede consistir en la centralización necesaria del movimiento revolucionario, pero en ningún momento éste ha de erigirse en propietario de los medios de producción y en administrador exclusivo de la economía. Pues en caso de estancamiento o de dificultades de la revolución, el Estado obrero o Semi-Estado, independientemente de la honestidad y validez de sus representantes, apoderándose de la antigua plusvalía se transformaría en organizador de la contrarrevolución. El Estado, por muy obrero que fuere, en vez de debilitarse en consonancia con la desaparición de las clases sociales, se fortalecería de forma capitalista alimentándose de la ley del valor no totalmente aniquilada. En vez de ser derrotada frontalmente por los enemigos visibles y reconocidos del proletariado, la revolución sería vencida como lo fue en Rusia, y también en España, desde el interior mismo de la revolución. También en España, pues si Franco venció militarmente a la República, es porque ésta, fundamentalmente gracias a la política contrarrevolucionaria del stalinismo, con la colaboración vergonzosa de los dirigentes anarquistas y Poumistas, había vencido previamente el impulso revolucionario de la clase explotada.
Si bien es cierto para Munis, que la revolución rusa, al principio, fue muchísimo más contundente que la española en lo político, también lo es para él, que la española, al principio también, fue incomparablemente superior en cuanto a realizaciones sociales y a conciencia de su cometido por parte de los explotados, a pesar de que éstos no hayan alcanzado plenamente sus objetivos y que se hayan dejado engañar por las organizaciones que consideraban como suyas. Lo que faltó en España fue la destrucción formal del Estado capitalista ya reducido a un mero esqueleto a finales de julio del 36, y la centralización del poder proletario para organizar la nueva economía sin explotadores a escala del país (en vistas de la revolución mundial) y no de forma atomizada como fue desgraciadamente el caso. Producir según las necesidades sociales y las necesidades de la propia revolución, requerían la construcción de un Estado obrero o Semi-Estado, pese a la incoherencia crónica del anarquismo cuyos dirigentes más importantes colaboraron en la reconstitución del Estado capitalista con carteras ministeriales. Pero esto no quita que los campesinos colectivizaron, situándose a años luces de la reivindicación burguesa de “la tierra a los campesinos” como fue el caso en Rusia. Además se fundieron como un todo en el movimiento proletario que había expropiado las fábricas.
De las experiencias rusa y española también sacó una conclusión de gran importancia. El stalinismo mostró claramente su carácter capitalista. Por ende, no se le podía considerar como una fuerza política centrista, sino como una fuerza anti-proletaria a la vanguardia de la contrarrevolución mundial, a pesar de que en los partidos “comunistas” del mundo entero militasen muchos obreros.
El carácter capitalista del stalinismo, afirma Munis, no le viene, como en el caso de la socialdemocracia, de su afán de colaboración con la burguesía en detrimento del movimiento obrero, sino de su propia política que emana de la naturaleza capitalista del Estado en Rusia. Y esta naturaleza se debe a la transformación de una revolución política proletaria en contrarrevolución, política ella también. En efecto, para él, capitalista era la economía rusa entes de octubre del 17, capitalista siguió siendo durante la revolución, porque no llegó a pasar, sin solución de continuidad, de democrática a comunista, tanto más que los bolcheviques supeditaban fundamentalmente este paso a la extensión de la revolución proletaria a Alemania y Europa. La sangría de la guerra civil añadida al retroceso de la revolución mundial favoreció el poder cada vez más dictatorial de la burocracia en el poder. El partido bolchevique, de revolucionario se transformó en administrador de la plusvalía acaparada por la nueva casta dirigente. De Estado burgués sin burguesía (definición del propio Lenin), Rusia pasó a ser un país cuya economía era propiedad casi absoluta del Estado dirigido por una casta que eliminó físicamente a la vieja guardia bolchevique fiel al internacionalismo y a la revolución mundial. A partir de entonces, los partidos “comunistas”, a las órdenes de Moscú, impidieron la revolución en todas partes, con el beneplácito de la clase capitalista mundial.
Los P”C” defendieron un objetivo muy claro, el capitalismo de Estado, representación más cabal y bárbara de este sistema totalmente anacrónico y obsoleto desde el punto de vista de la historia de la humanidad y de sus civilizaciones. Sus alianzas con la pequeña burguesía, con la socialdemocracia e incluso con el nazismo eran, según él, mero tacticismo para evitar la revolución proletaria y para conseguir su verdadero objetivo, administrar y gozar de la plusvalía desde el poder de Estado. Cuando todo el mundo hablaba de social democratización del stalinismo, Munis contestaba que lo que había era stalinización de la socialdemocracia. En el capitalismo de Estado veía la expresión más avanzada de la decadencia de todo el sistema de civilización capitalista. Por ello se enfrentó práctica y teóricamente, con todas sus fuerzas y energías, a las nacionalizaciones, consideradas por muchos seudo revolucionarios, como avances positivos para el socialismo. Ligaba, como buen materialista, las medidas inmediatas a las históricas. Si para él, el Estado, por muy obrero que fuere, no podía ser el detentor de la economía en plena revolución, no podía ser algo positivo para el proletariado que el Estado capitalista se adueñara ya de sectores industriales enteros, tanto más que ello era el objetivo principal de los que falazmente se presentaban como defensores de la clase proletaria : los partidos stalinistas y sus lacayos trotskistas y demás. Una vez más, en este tema, como en muchos otros, echó mano de la experiencia vivida. En España, el partido stalinista logró con las armas en la mano, deshacer las colectivizaciones, propiedad colectiva atomizada del proletariado, substituyéndolas por las nacionalizaciones de la economía, propiedad colectiva del Estado capitalista, prueba evidente de lo reaccionario de semejante patraña. Las nacionalizaciones no eran sino medidas económicas ligadas a las necesidades intrínsecas de la acumulación del capital, y no a las necesidades inmediatas e históricas del proletariado, las cuales coinciden con el ataque a esta acumulación en vistas a la destrucción del capital y de su Estado.
Estas consideraciones implicaron, para Munis y sus compañeros, la necesidad de criticar radicalmente (a la raíz) el Programa de Transición de la IV Internacional, redactado por “el Viejo”, programa que pretendía fundir en uno solo, el programa mínimo y el programa máximo. Lo hicieron siendo militantes trotskistas. En efecto, todas las medidas transitorias en él descritas dependían de dicha nacionalización y no de la socialización que la revolución futura había de impulsar. Para Munis y sus compañeros, las medidas y reivindicaciones inmediatas debían supeditarse no a las posibilidades del capital sino a las posibilidades de la sociedad desembarazada del capital. Desde esta óptica redactaron más tarde, cuando se constituyeron como Fomento Obrero Revolucionario, un “Pro Segundo Manifiesto Comunista” que contiene un capítulo titulado “Las tareas de nuestra época”. En ellas aparecen consignas y reivindicaciones cuyo objetivo es plantarle cara al capitalismo a todos los niveles : político, organizativo y económico. Para Munis, la escuela de guerra del comunismo sigue siendo la lucha de clases cotidiana. En consecuencia, los revolucionarios que han de participar en ella, tienen la obligación, si no quieren transformarse en meros ideólogos, de formular consignas claras de lucha para favorecer la unión creciente de los proletarios y el debilitamiento de las fuerzas capitalistas, atacándose a la acumulación del capital.
Para ello, y ahí radica otra de las posiciones fundamentales de Munis, el proletariado ha de luchar contra el sindicalismo, representante descarado a partir de un cierto nivel de desarrollo capitalista, del mundo mercantil en detrimento del movimiento proletario que éste pretende representar. Los sindicatos, aunque provengan de la clase obrera y de su lucha, nunca fueron organizaciones revolucionarias. Su función consistía en intervenir en los conflictos inevitables del “mundo del trabajo”, para obtener mejores condiciones generales. De intermediarios en la compraventa de la fuerza de trabajo, se consolidaron como pieza indispensable del sistema capitalista, logrando además ser directamente propietarios del capital en los países donde el capital está concentrado en manos del Estado. Y ahí donde mantienen su papel tradicional, reciben subvenciones importantes del Estado (por supuesto éstas proceden de la explotación de la clase obrera), y están regidos como cualquier empresa capitalista. Cuando es necesario despiden a sus empleados para mantener una tasa de explotación conveniente y una buena rentabilidad.
La incompatibilidad absoluta de los sindicatos con la revolución no es producto, para Munis, de la contingencia de ventajas imposibles de obtener en el seno del capitalismo. Incluso de poder obtenerse, el carácter reaccionario de estas organizaciones es esencial, no accidental; intrínseco y no extrínseco a los sindicatos : proviene de su propia función reivindicativa. Están directamente interesados en que haya algo que reivindicar, lo cual sería imposible sin que el proletariado siga indefinidamente siendo proletariado, fuerza de trabajo asalariado. Los sindicatos representan la perennidad de la condición proletaria, vender (comprar) la fuerza de trabajo es la condición de su existencia. Representar la perennidad de la condición proletaria equivale a aceptar y a representar también la perennidad del capital. Ambos factores antitéticos del sistema han de mantenerse para que el sindicalismo realice su función. De ahí su profunda naturaleza reaccionaria, independientemente de los vaivenes que pueden modificar, en bien o en mal, la compraventa de la mano de obra. He ahí su carácter contrarrevolucionario, más marcado todavía cuando la única salida positiva para la humanidad es la sociedad sin clases, sin Estado, sin fronteras, sin esclavitud asalariada. Humanidad que no se logrará sino mediante la constitución del proletariado en clase revolucionaria. Es lo que impiden precisamente de forma activa y organizada fuerzas como el sindicalismo. Por ello Munis insistió tanto en la necesidad de autoorganización de los proletarios, sin caer nunca en una idealización extrema de la misma, como fue el caso de la corriente histórica llamada “consejista” la cual, al sacralizar a los consejos mediante la llamada democracia obrera, excluía de esta autoorganización a los revolucionarios organizados en Partido, y por ende, contradecía de hecho su tan adulado postulado, la famosa democracia obrera.
Para Munis, la organización de los revolucionarios en partido era imprescindible para la victoria de la revolución mundial. Sin embargo, una vez más recurrió al arma de la crítica. Asimismo se opuso en varios textos y en la práctica, a la concepción bolchevique del partido sustentada en el centralismo democrático, pero también criticó muy crudamente a los anti-partido sacerdotes de una mística espontaneidad obrera. Para él, la distinción entre clase históricamente revolucionaria y revolucionarios es impuesta por el capitalismo, por su propia existencia, que la agranda en épocas de quietud. Pero negar su existencia es igual que negar la posibilidad de la revolución. Confiando el porvenir al automatismo económico-social se cae en el evolucionismo. Por ello abordó, a la luz de la experiencia histórica, el problema de la conexión entre clase y revolucionarios, entre revolución y organización, entre partido y dictadura del proletariado, no en abstracto, imaginando condicione ideales, sino en concreto, a partir de la situación de hecho existente y de la experiencia, que no dependen de querer alguno.
Al simplismo de la afirmación de Lenin en “¿Qué hacer?” [1], donde el pensamiento revolucionario aparece como una destilación pura de la ciencias y de la filosofía, aplicable luego al movimiento obrero, Munis opone la reflexión de Rosa Luxemburgo que afirmaba que Marx no había esperado a escribir “El Capital” para convertirse en comunista, sino que lo capacitó para escribirlo el hecho de ser comunista. En efecto, la existencia de las luchas obreras y en su seno la existencia de revolucionarios es la condición primordial de la utilización de ciencias y filosofía para elaborar la teoría revolucionaria.
Al simplismo de la concepción de Lenin, se suma la idea táctica de responder a la disciplina y a la centralización impuestas a la clase obrera en las fábricas, por una centralización y una disciplina paralelas, pero de signo contrario. Lenin pasaba por alto que la acción revolucionaria de la clase va enderezada a abatir las formas de organización y de obediencia inseparables del sistema. En tercer lugar está el trabajo político ilegal en la Rusia zarista, que excluía en la mayoría de los casos discusiones y decisiones democráticas. La dirección se veía en la práctica investida de poderes aún más amplios que los que el centralismo democrático le otorgaba. Experiencia mediante, los poderes otorgados a la dirección central, siquiera fuera de congreso a congreso, se revelarían a la postre despóticos y uno de los instrumentos más hirientes de la contrarrevolución en Rusia. Ahora bien, Munis insistió siempre en que el centralismo democrático sólo favoreció el proceso contrarrevolucionario desencadenado en Rusia, nunca fue su causa directa, ¿cómo explicar sino los “diez días que estremecieron el mundo” cuando el Partido Bolchevique jugó el papel principal como partido revolucionario? Fue la no extensión de la revolución a escala europea y mundial la causa primera de la derrota revolucionaria en Rusia, añadiendo a ello que la revolución política en Rusia se quedó en democrática esencialmente, y no pasó sin solución de continuidad a comunista. Por ello para Munis, mientras no quede descartada la ley del valor, ninguna combinación orgánica (centralismo, federalismo, verticalismo, consejismo, autonomismo, partidismo), ni la más prístina honradez de los hombres más aptos conseguirá alejar el peligro contrarrevolucionario.
Munis no cree en el Partido único, le repele, siendo además pura invención stalinista. Para él, el Partido histórico del proletariado nunca podrá ser otro que el proletariado mismo en acción revolucionaria. Ninguna organización conseguirá birlar esta función sin destruirla, pues lo que conlleva el movimiento de una clase, su devenir, no admite camisas de fuerza ni imposiciones partidistas, por muy sabias y quintaesenciadas que fueren. Es el movimiento de la libertad frente a la necesidad, y en consecuencia, sólo respetando y profundizando la libertad del proletariado es posible pensar la dictadura del proletariado, transición hacia la libertad de todos los humanos.
Para Munis, la revolución social no sólo es posible, sino que hoy es totalmente urgente para la humanidad. En efecto, según él, el capitalismo es un sistema de civilización decadente. Usar esta expresión no es originalidad suya. Sí lo es su definición y comprensión. Los teóricos de dicha concepción, que se basaron fundamentalmente en los escritos de Marx y Engels, revolucionarios todos ellos implicados prácticamente en los grandes acontecimientos de principios del siglo XX, vislumbraron el fin de la fase ascendente del capitalismo en la incapacidad de este sistema para hacer crecer las fuerzas productivas. Su afirmación (poco importa para el caso que hablasen de crisis de sobreproducción definitiva, de saturación de los mercados, de la caída definitiva de la tasa de ganancia) correspondía más o menos con lo que presenciaron concretamente entre las dos guerras capitalistas mundiales. Pero seguir defendiendo semejante tesis tras la última gran contienda mundial, cual hicieron y siguen haciendo sus epígonos actuales, muestra una concepción a-materialista y a-dialéctica de la historia. Para Munis, el comunista jamás ha de hacer coincidir su teoría con la realidad, sino que su visión crítica de la realidad, no inventada, es la que le obliga a poner sus propias concepciones en tela de juicio. Ello da mayor fuerza y acierto a la teoría revolucionaria para que pueda contribuir de forma decisiva a la praxis de la transformación social de la realidad.
Por ello, para Munis, no es la ausencia de crecimiento económico e industrial, sino el crecimiento mismo, a partir de un cierto nivel de desarrollo social, el que da prueba de la caducidad de todo el sistema de civilización capitalista. La decadencia se manifiesta claramente a través de la contradicción evidente entre los límites económicos y sociales del capital, que se encamina a pasos agigantados hacia su muerte y la de la humanidad, y las posibilidades materiales concretas de las que podría disponer una sociedad liberada del capital, y por ende de sus limitaciones mercantiles. No es la crisis económica irreversible (sobreproducción, baja definitiva de la tasa de ganancia...), sino la persistencia del industrialismo capitalista y del crecimiento de las fuerzas productivas las que inducen a la supresión del sistema, ya que los instrumentos de producción (muchos habrán incluso que suprimirlos) han adquirido más que la capacidad de liberarnos de su mezquindad mercantil. Es el capital en crecimiento económico quien asola al género humano más duramente incluso que durante cualquier crisis cíclica que lo acompañó durante y hasta su pleno apogeo a finales del siglo XIX.
Dos guerras mundiales y el movimiento obrero mismo han demostrado sobradamente que es un sistema social totalmente obsoleto para el devenir humano. Para Munis, el capitalismo está en decadencia porque ya ha cumplido su misión histórica : la mundialización de sus relaciones de producción; ha creado un proletariado mundial, la clase de los esclavos asalariados modernos, que tiene ampliamente la posibilidad, si se lo propone durante su lucha inevitable, de destruir las relaciones capitalistas de producción, única forma de acabar para siempre con las clases sociales.
Por otra parte, Munis resentía una profunda aversión por los “decadentistas” devoradores y reproductores de las curvas de productividad y de crecimiento económico a causa de su espera casi beata de un “sésamo ábrete” del devenir humano, la famosa crisis económica que iba a tener la virtud, además de confirmar, según ellos, la decadencia del sistema, de despertar a las masas somnolientas, cuyo torpor provenía, según todos ellos, de su integración en la famosa sociedad, llamada erróneamente, de consumo, como si, incluso sin crisis económica, no abundaran los motivos susceptibles de suscitar la rebelión contra este viejo mundo putrefacto. ¿Haría falta una miseria mayor, más absoluta? ¿Haría falta que todas las grandes empresas capitalistas se desplomaran? ¿Haría falta que las mercancías/hombres tiradas masivamente en las basuras del paro sean mil veces más importantes numéricamente? ¿Las hordas hambrientas comprenderían entonces la necesidad de la revolución social? Él pensaba que no. Estaba convencido que en las condiciones actuales, una crisis económica verdadera no haría sino complicar la resolución positiva de la cuestión social. En el marasmo miserable que tal situación añadiría obligatoriamente al marasmo existente, y falta de referencia auténticamente comunista para combatir este mundo, el instinto de supervivencia se impondría a la necesidad y a la posibilidad de emancipación social, y los trabajadores errantes estarían dispuestos a seguir a cuantos les propusieran trabajo asalariado para poder sobrevivir. A este propósito recordaba muy a menudo lo que Marx le escribió a Engels el 19 de agosto de 1852: "el colmo de la desgracia es cuando los revolucionarios han de preocuparse del pan de los obreros".
Para Munis, el proletariado ha de actuar como sujeto histórico y no dejarse manipular como un objeto cualquiera por nadie. Y como sujeto sólo puede imponer hoy la única salida positiva para la humanidad, el comunismo, sociedad sin esclavitud, sin clases, sin Estado y sin ley del valor. Cualquier táctica y estrategia ha de supeditarse a este único objetivo. No sirven ya aquellas praxis que han demostrado en los hechos, en un momento dado, su nocividad reaccionaria en relación con la emancipación del género humano. Es el caso, además del parlamentarismo y del sindicalismo de los movimientos llamados de liberación nacional defendidos por todos los seudorevolucionarios que han hecho, consciente o inconscientemente el juego del imperialismo ruso cuando éste era falazmente presentado como el gran representante del comunismo mundial. Todos ellos se habían probablemente olvidado de la célebre frase del que les era presentado como un dios y que, en colaboración con Engels, había redactado el célebre manifiesto donde aparece : “el proletariado no tiene patria, no se le puede quitar lo que no posee”. Lenin no la había olvidado, pero Munis constata que Rosa Luxemburgo tenía razón polemizando con él afirmando la imposibilidad del “derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos” en el capitalismo. Como Munis lo afirma muy acertadamente en “Pro Segundo Manifiesto Comunista” : “El vasallaje de los países subdesarrollados será siempre proporcional a la ayuda que les aporten las grandes potencias, lo que ensancha aun la distancia económica entre unos y otras. Y la independencia nacional acelera el movimiento mediante la asociación voluntaria de los explotadores locales, que sacando partido de las sucias engañifas patrióticas tradicionales se convierten en furrieles del gran capital imperialista. La prepotencia de éste en la hora actual no tiene gran cosa que temer siquiera de la nacionalización de sus propiedades por los países “soberanos”. La socorrida “expropiación de los imperialistas” sigue tributando lo debido a los imperialistas, mediante el juego del comercio y de las inversiones en todas las ramas de producción mundial, sin que deje de apretarse el encadenamiento de los débiles a los fuertes. No es imposible que un país pase de una férula imperialista a otra, pero la ley de hierro de la economía capitalista no puede ser anulada sino por la supresión de la mercancía, empezando por su origen, el trabajo asalariado, que hace del hombre mundial un ser encogido, botín continuo de demagogos nacionales e internacionales”. Resulta pues evidente para Munis “que la hora actual ya no es sazón para desarrollar el capitalismo en parte alguna, sino para abatirlo en todas”
Las condiciones objetivas ya existen sobradamente para el comunismo, no hay que contribuir de modo alguno a crearlas apoyando iniciativas capitalistas, contrariamente a lo que tácticamente, con razón o sin ella, los auténticos comunistas hicieron en el siglo XIX, pero eso sí, sin olvidar jamás o esconder el verdadero objetivo de la lucha de clases. Sólo se aliaban a la fracciones más radicales de la burguesía, cuando todavía existían vestigios de las sociedades más pretéritas, para poderlas destruir más fácilmente con el resto de la clase burguesa en su momento. Hoy, pensaba Munis, es esta clase capitalista mundial en su totalidad que hay que destruir antes de que lleve a la humanidad a la más espantosa barbarie.
Como bien dice Munis en “Fucilazos sobre el Estado" [2] : “Los potentados del siglo XX, sean burgueses o altos burócratas son enterrados solos, pero antes han chupado en forma de plusvalía a millones y millones de personas. Y si ya no comen carne humana, la devoran en forma de trabajo asalariado, vomitan inversiones como sus semejantes vomitaban manjares en los banquetes romanos, y vuelven a devorar muslos y tuétano bajo el aspecto de beneficios, de crecimiento industrial y de poder. Formas y proporciones han cambiado mucho; el contenido no. Todavía está “perfeccionándose” en ese sentido, pero resulta imposible imaginar que el Estado descubra otra fase más opresiva. Una cosa me parece cierta, sin embargo : si se le deja llegar a la “perfección”, la humanidad no volverá a levantar cabeza durante siglos.”
Comité de Edición de las Obras Completas de G. Munis
[1] Escrito basado en el texto de Kausky Las tres fuentes del marxismo.
[2] Texto corto que resume un libro inédito de G. Munis que desgraciadamente todavía no se ha encontrado sobre el origen del Estado y la necesidad de su destrucción.